jueves, 24 de marzo de 2011

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miércoles, 16 de marzo de 2011

Cronicas vampiricas 2 Lestat el vampiro / Dioniso en San Francisco 1985

Dioniso en San Francisco

1985










1



a semana antes de que nuestro disco saliera a la venta, ellos trataron por primera vez de amenazarnos por vía telefónica. El secreto impuesto en torno al grupo de rock llamado El Vampiro Lestat había resultado caro pero casi impenetrable. Incluso los editores literarios de mi autobiografía habían colaborado plenamente y, durante los largos meses de grabaciones y filmaciones, no había visto a uno solo de ellos en Nueva Orleans, ni había oído a ninguno merodeando cerca.
Pero, por algún medio, habían conseguido el número reservado y habían grabado sus advertencias en el contestador automático.
«Proscrito. Sabemos lo que estás haciendo. Te ordenamos que lo dejes.» «Sal donde podamos verte. Te desafiamos a salir.»
Tenía a la banda escondida en la vieja mansión de una plantación, un rincón delicioso al norte de Nueva Orleans, provistos de Dom Perignon y de buen hachís para fumar, todos nosotros cansados de expectación y de los preparativos, ansiosos de presentarnos ante nuestro primer público en directo en San Francisco, de paladear por primera vez el sabor del éxito.
Después, Christine, la abogada, me reexpidió los primeros mensajes telefónicos —era extraño cómo el equipo electrónico captaba el timbre de las voces espectrales— y, en plena noche, llevé a mis músicos al aeropuerto y volamos hacia el oeste.
Desde entonces, ni Christine supo dónde nos escondíamos. Los propios músicos no estaban muy seguros. En un lujoso rancho de Carmel Valley, escuchando nuestra música en la radio por primera vez. Y nos pusimos a bailar cuando nuestro primer video-clip apareció a escala nacional en la televisión por cable.
Y, cada noche, acudía en solitario a la ciudad de Monterrey a recoger los recados de Christine. Luego, seguía hacia el norte, de caza.
Al volante de mi elegante Porsche negro, seguía la ruta hasta San Francisco tomando las curvas cerradas de la carretera de la costa a una velocidad embriagadora. Y, bajo el inmaculado resplandor amarillento de los barrios bajos de la gran ciudad, acechaba a mis presas con un poco más de crueldad y lentitud que antes.
La tensión se estaba haciendo insoportable.
Y, sin embargo, no vi a ninguno de ellos. No escuché sus pensamientos. Lo único que tenía eran aquellos mensajes telefónicos de unos inmortales que no había conocido nunca:
«Te lo advertimos, no continúes con esta locura. Estás iniciando un juego más peligroso de lo que piensas.»
Y luego el susurro registrado que ningún oído mortal podía captar:
«Traidor.» «Proscrito.» «¡Muéstrate, Lestat!»
Si andaban cazando por San Francisco, no los vi. Pero San Francisco es una ciudad densa y poblada. Y yo seguía tan furtivo y silencioso como siempre.
Finalmente, empezaron a llegar los telegramas al apartado de correos de Monterrey. Lo habíamos conseguido. Las ventas de nuestro álbum estaban batiendo récords en Estados Unidos y Europa. Después de San Francisco, podíamos actuar en la ciudad que quisiéramos. Mi autobiografía estaba en todas las librerías de costa a costa. El Vampiro Lestat estaba en el número uno de las listas.
Y, después de la cacería nocturna en San Francisco, me dedicaba a recorrer la interminable Divisadero Street. Dejaba que la carrocería negra del Porsche paseara lentamente ante las casonas victorianas en ruinas, preguntándome en cuál de ellas, acaso, Louis había contado la historia de Confesiones de un Vampiro al muchacho mortal. Tenía constantemente en mis pensamientos a Louis y Gabrielle. También pensaba en Armand. Y en Marius... Marius, a quien había traicionado contando toda la historia.
¿Estaría El Vampiro Lestat extendiendo sus tentáculos electrónicos lo suficiente para alcanzarles? ¿Habrían visto aquellos vídeos: El legado de Magnus, Los Hijos de las Tinieblas, Los Que Deben Ser Guardados. Pensaba en los otros antiguos cuyos nombres había revelado, Mael, Pandora, Ramsés el Maldito.
Lo cierto era que Marius podría haberme encontrado pese a todos mis secretos y precauciones. Sus poderes habrían sido capaces de alcanzar incluso la vasta lejanía de América. Si me estuviera viendo, si me estuviera escuchando...
Volvió a mí el viejo sueño de Marius dándole a la manivela de la cámara de cine, de las imágenes oscilantes en las paredes del santuario de Los Que Deben Ser Guardados. Incluso evocada en mi mente, la imagen parecía poseer una nitidez imposible que me produjo un vuelco del corazón.
Luego, gradualmente, descubrí que poseía un nuevo concepto de la soledad, un nuevo método de medir un silencio que se extendía hasta el fin del mundo. Y lo único de que disponía para interrumpirlo eran aquellas amenazadoras voces sobrenaturales grabadas en la cinta, que no ofrecían imagen alguna en su creciente virulencia:
«No te atrevas a aparecer en el escenario en San Francisco, te lo advertimos. Tu desafío es demasiado vulgar, demasiado desdeñoso. Correremos cualquier riesgo, incluso el de un escándalo público, con tal de castigarte.»
Me burlé de aquella combinación incongruente de lenguaje arcaico y el inconfundible acento norteamericano. ¿Cómo eran aquellos vampiros modernos? ¿Aparentaban buena cuna y escogida educación cuando deambulaban con los no muertos? ¿Adoptaban un estilo determinado? ¿Vivían en asambleas o iban de un lado a otro sobre grandes motocicletas, como me gustaba hacer a mí?
La excitación crecía dentro de mí, incontenible. Y mientras conducía en plena noche con nuestra música a todo volumen en la radio, me sentía embargado por un entusiasmo absolutamente humano.
Deseaba salir a tocar tanto como mis músicos mortales, la Dama Dura, Alex y Larry. Después del agotador esfuerzo de las grabaciones y filmaciones, ardía en deseos de levantar nuestras voces a coro ante la multitud entusiasta. Y, en algunos momentos, recordaba con toda nitidez esas lejanas noches en el teatrillo de Renaud. Volvían entonces a mi recuerdo los detalles más sorprendentes: el tacto del maquillaje blanco sobre el rostro, el olor de los polvos cosméticos, el instante de hacer la entrada ante las luces del proscenio.
Sí, todas la piezas volvían a juntarse y, si con ellas llegaba la cólera de Marius..., bien, me la tendría merecida, ¿no?

San Francisco me encantó, me subyugó casi. No era difícil imaginar a mi Louis en aquel lugar. Un paisaje casi veneciano, el de aquellas mansiones multicolores en sombras, de aquellos edificios de pisos alzándose pared con pared sobre las estrechas calles oscuras. Las luces irresistibles tachonando las colinas y el valle y la jungla dura y brillante de los rascacielos del centro levantándose como un bosque encantado en un océano de niebla.
Cada noche, de regreso a Carmel Valley, recogía las sacas de correo de admiradores reexpedido a Monterrey desde Nueva Orleans y las inspeccionaba buscando una caligrafía de vampiro: unas letras escritas con cierto exceso de laboriosidad, ligeramente anticuadas, o tal vez una muestra más patente de talento sobrenatural en una carta escrita de puño y letra imitando los caracteres góticos. Sin embargo, en la correspondencia no había otra cosa que la fervorosa devoción de los mortales:

Querido Lestat, mi amiga Sheryl y yo te amamos, pero no hemos conseguido entradas para el concierto de San Francisco, aunque nos pasamos seis horas en la cola. Por favor, mándanos dos entradas. Seremos tus víctimas. Podrás beber nuestra sangre.

Eran las tres de la madrugada de la noche previa al concierto.
El fresco paraíso verde de Carmel Valley estaba dormido. Yo descansaba en el enorme salón, frente al tabique de cristal orientado hacia las montañas. A ratos, dormitaba y soñaba con Marius. En mi sueño, Marius decía:
«¿Por qué te arriesgas a mi venganza?»
Y yo respondía: «Tú me volviste la espalda.»
«No es ésa la razón» decía él. «Obedeces a un impulso. Pretendes arrojar todas las piezas al aire.»
«¡Quiero mover las cosas, hacer que suceda algo!» En el sueño, me puse a gritar; entonces, de pronto, noté de nuevo la presencia de la casa de Carmel Valley a mi alrededor. Era sólo un sueño, un simple sueño mortal.
Pero había algo, algo más..., una súbita «transmisión» como una onda de radio errática interfiriendo en la frecuencia indebida, una voz diciendo Peligro. Peligro para todos nosotros.
Durante una fracción de segundo, la visión de la nieve, del hielo, el aullido del viento. Algo haciéndose pedazos en el suelo de piedra. Cristales rotos. ¡Lestat! ¡Peligro!
Desperté.
Ya no estaba recostado en el sofá. Me hallaba en pie, mirando hacia las puertas acristaladas. No oí nada, ni vi otra cosa que el vago perfil de las colinas y las siluetas negra del helicóptero posado sobre su pista de cemento como una mosca gigantesca.
Continué escuchando con toda atención, con tal intensidad que me encontré sudando. Sin embargo, no había rastro de la «transmisión». Ninguna imagen.
Y, luego, la conciencia gradual de que había una criatura allí fuera, en la oscuridad, y de que estaba captando leves sonidos físicos.
Alguien caminando con todo sigilo allí fuera. Ni rastro de olor a mortal.
Uno de ellos estaba allí. Uno de ellos había penetrado en el secreto y se aproximaba tras la lejana silueta esquelética del helicóptero, cruzando el campo abierto de hierba alta.
Volví a escuchar. No, ni un atisbo que confirmara el mensaje de peligro. De hecho, la mente del ser estaba cerrada a mí y sólo podía captar las señales inevitables de un cuerpo desplazándose.
La casa, de forma irregular y techo bajo, seguía dormitando a mi alrededor; parecía un acuario gigante con sus blancas paredes desnudas y la luz azul parpadeante del aparato de televisión, conectado sin sonido. La chica y Alex dormían abrazados en la alfombra ante una chimenea vacía. Larry estaba en el dormitorio, parecido a una celda, con una groupie que se hacía llamar Salamandra, infatigable en la cama, a la que habían recogido en Nueva Orleans antes de venir al oeste. Los guardaespaldas descansaban en las otras habitaciones modernas de techo bajo y en el barracón situado al otro lado de la gran piscina azul en forma de concha de ostra.
Y allí fuera, bajo el firmamento negro y despejado, estaba aquella criatura, avanzando desde la autopista, a pie. Aquel ser, cuya presencia percibía, estaba completamente solo. El latido de un corazón sobrenatural en la diáfana oscuridad. Sí, ahora lo oía con toda claridad. Las colinas eran fantasmas en la distancia y los capullos amarillos de las acacias brillaban blancos a la luz de las estrellas.
El ser no parecía temeroso de nada. Simplemente, se acercaba. Y sus pensamientos eran absolutamente impenetrables. Esto significaba que podía tratarse de uno de los antiguos, de los dotados de grandes poderes, pero ninguno de ellos aplastaría de aquel modo la hierba bajo sus pies. Aquella criatura se movía casi como un humano. Aquel vampiro había sido creado por mí.
Él corazón me latía aceleradamente. Dirigí la mirada a las luces del panel de alarma medio oculto tras la cortina recogida en un rincón. Era una barrera de timbre y sirenas si alguien, mortal o inmortal, trataba de penetrar en la casa.
El ser apareció al borde de la blanca pista de cemento. Una figura alta y delgada, de cabello corto y negro. Y la figura se detuvo entonces como si pudiera verme tras el velo del cristal, bañado por la difusa luz eléctrica azulada.
Sí, me había visto. Entonces continuó su avance hacia mí, hacia la luz. Muy ágil, desplazándose con una ligereza un poco excesiva para un mortal. El cabello negro, los ojos verdes y unos miembros que se movían con suavidad bajo unas ropas descuidadas: un suéter negro deshilachado colgando de sus hombros, un pantalón también negro de perneras como largos radios de una rueda.
Noté que me venía un vómito a la boca. Estaba temblando. Traté de recordar, incluso en aquel momento, lo que era más importante: debía seguir vigilando la noche en busca de otros intrusos. Debía ser cauto. Peligro. Pero nada de todo eso importaba ahora. Me di cuenta de ello y cerré los ojos un instante, pero no sirvió de nada, no hizo más fáciles las cosas.
A continuación, alargué la mano a los botones de alarma y los desconecté. Abrí las enormes puertas acristaladas, y el aire fresco de la noche penetró en la habitación.
El intruso había dejado atrás el helicóptero y, con la cabeza vuelta hacia el aparato, se apartó unos pasos de él con la gracia de un bailarín para contemplarlo, la cabeza alta y los pulgares hundidos en los bolsillos traseros de sus téjanos negros en un gesto despreocupado.
Cuando miró de nuevo hacia mí, distinguí su rostro con claridad. Y vi que me sonreía.
Incluso nuestros recuerdos pueden traicionarnos. El era una prueba de ello, delicado y cegador como un láser al acercarse, borradas de un plumazo todas las viejas imágenes como si fueran polvo.
Conecté otra vez el sistema de alarma, cerré las puertas en torno a mis mortales y di vueltas a la llave en la cerradura. Por un segundo, pensé que no podía soportar aquello. «Y no es más que el principio» me dije. «Y si él está aquí, apenas a unos pasos de mí, sin duda vendrán otros tras él. Vendrán todos.»
Di media vuelta, avancé hacia él y, durante unos silenciosos segundos, lo estudié bajo la luz azulada que se filtraba a través del cristal. Cuando hablé, mi tono de voz era tenso:
—¿Dónde está la capa negra y el traje negro de buen corte y la corbata de seda y todas esas necedades? —le pregunté.
Nuestras miradas se encontraron.
Y él sonrió sin hacer el menor sonido. Pero continuó estudiándome con una expresión extasiada que me produjo una secreta alegría. Y, con el atrevimiento de un niño, extendió el brazo y me pasó los dedos por la solapa del abrigo de terciopelo gris.
—No se puede ser siempre la leyenda viviente —murmuró. Su voz era un susurro que no era tal. Capté con toda nitidez su acento francés, aunque yo no había sido nunca capaz de apreciar el mío.
Me resultó casi insoportable el sonido de las sílabas, la absoluta familiaridad con ellas.
Y dejé a un lado todas las palabras ásperas y tensas que tenía pensado decirle y me limité a estrecharle en mis brazos.
Nos abrazamos como no habíamos hecho nunca en el pasado. Nos apretamos el uno contra el otro como tantas veces había hecho con Gabrielle. Y luego le pasé las manos por el cabello y el rostro, como para cerciorarme de que realmente le tenía allí, como si me perteneciera. Y él hizo lo mismo. Parecía que estábamos hablando sin pronunciar sonido alguno. Auténticos mensajes silenciosos que carecían de palabras. Leves gestos de asentimiento. Y le noté rebosante de afecto y de una febril satisfacción que parecía casi tan intensa como la mía.
Pero, de pronto, él se quedó muy quieto y su expresión se contrajo un poco.
—Pensaba que estabas muerto y acabado, ¿sabes? —me dijo en voz apenas audible.
—¿Cómo me has encontrado aquí? —quise saber.
—Tú querías que lo hiciera —respondió. Un destello de inocente confusión. Por respuesta, un lento encogimiento de hombros.
Todo cuanto hacía despertaba en mí la misma atracción magnética que un siglo atrás. Unos dedos muy largos y delicados, pero unas manos muy fuertes.
—Te has dejado ver y me has dejado seguirte —continuó—. Te has paseado por Divisadero Street arriba y abajo, buscándome.
—¿Y aún seguías allí?
—Es el lugar más seguro del mundo, para mí. No lo he dejado nunca. Vinieron a buscarme, no me encontraron y se volvieron a marchar. Ahora me muevo entre ellos siempre que quiero y no me reconocen. En realidad nunca han sabido qué aspecto tengo.
—Y si lo supieran, intentarían destruirte —añadí.
—Sí —reconoció él—. Pero llevan intentándolo desde el Teatro de los Vampiros y lo que allí sucedió. Por supuesto, las Confesiones de un Vampiro les dieron nuevos motivos. Aunque no necesitaban motivos para sus pequeños juegos. Lo que necesitan es el impulso, la excitación. Se alimentan de ellos como de la sangre.
Por un segundo, su voz pareció forzada. Tomó aire profundamente. Le costaba hablar de todo aquello. Quise pasarle los brazos alrededor otra vez, pero me contuve.
—Pero ahora pienso que es a ti a quien quieren destruir. Y tu aspecto sí que lo conocen —añadió con una leve sonrisa—. Todo el mundo sabe qué cara tienes, monsieur Astro del Rock.
La sonrisa se ensanchó, pero su voz se mantuvo educada y suave como siempre. Y la emoción afluyó a su rostro. Pero siguió sin producirle el menor cambio en él. Tal vez nunca se produciría.
Le pasé el brazo por los hombros y nos alejamos juntos de las luces de la casa. Dejamos atrás la mole gris del helicóptero y cruzamos los campos secos agostados por el sol en dirección a las colinas.
Creo que sentirse tan feliz es abyecto, que sentir tanta satisfacción es consumirse.
—¿Vas a seguir adelante con eso? —me preguntó—. ¿Vas a dar ese concierto mañana?
Peligro para todos nosotros. ¿Qué había sido aquello, una advertencia o una amenaza?
—Sí, desde luego —declaré—. ¿Qué diablos podría impedírmelo ahora?
—Yo querría hacerlo —respondió él—. Habría venido antes, de haber podido. Hace una semana te vi, pero luego te perdí la pista.
—¿Y por qué quieres detenerme?
—Ya sabes por qué. Quiero hablar contigo.
Unas palabras muy simples, pero cargadas de significado.
—Ya habrá tiempo después —respondí—. «Mañana y mañana y mañana...» No va a suceder nada, ya lo verás. —Continué mirándole y apartando la vista de él alternativamente, como si sus ojos verdes me hicieran daño. En palabras modernas, era un auténtico rayo láser. Su aspecto era delicado y letal. Sus víctimas le habían amado siempre.
Y también yo le había amado siempre, ¿no era así?, incluso con todo lo sucedido: y qué fuerte podía ser el amor cuando se tenía la eternidad para alimentarlo y bastaba con aquellos instantes para renovar su intensidad, su calor.
—¿Cómo puedes estar seguro de ello, Lestat? —preguntó él. Muy íntimo, mi nombre en sus labios. Yo no me había atrevido a decir «Louis» con tanta naturalidad.
Caminábamos lentamente, sin rumbo, y su brazo me rodeaba relajadamente, como el mío a él.
—Tengo un batallón de mortales protegiéndonos —le informé—. Habrá guardaespaldas en el helicóptero y en la limusina acompañando a mis músicos mortales. Yo viajaré sólo desde el aeropuerto en el Porsche para poder defenderme mejor, pero habrá una auténtica caravana motorizada. En cualquier caso, ¿qué puede hacerme un puñado de rencorosos vampiros del siglo XX? Esas criaturas idiotas utilizan el teléfono para sus amenazas.
—Son más de un puñado —replicó él—. ¿Y qué me dices de Marius? Tus enemigos de ahí fuera están debatiendo si la historia de Marius es cierta, si Los Que Deben Ser Guardados existen o no...
—Por supuesto. ¿Y tú? ¿Crees que es verdad?
—Sí. Me convencí nada más leerla —declaró. Se produjo entonces un instante de silencio durante el cual tal vez los dos recordamos al indagador inmortal de otra era que me había preguntado una y otra vez dónde había empezado aquello.
Demasiado dolor para evocarlo. Era como descubrir unos cuadros en el desván y, al limpiarles el polvo, encontrar los colores vibrantes todavía. Y los cuadros deberían haber sido retratos de nuestros difuntos antepasados y, en cambio, eran imágenes de nosotros mismos.
Hice algún gesto nervioso propio de mortales, me aparté el cabello de la frente y traté de notar el frío de la brisa.
—¿Qué te hace estar tan seguro de que Marius no pondrá fin a este experimento en el momento en que pongas el pie en el escenario mañana por la noche?
—¿Crees que alguno de los antiguos haría tal cosa? —repliqué a su pregunta.
Reflexionó un instante, sumergiéndose en sus pensamientos como solía hacer tiempo atrás, tan profundamente que fue como si se olvidara de mi presencia. Y dio la impresión de que a su alrededor tomaban forma aquellas viejas estancias, que la luz de gas ofrecía su inestable iluminación, que surgían los sonidos y olores de las calles de otra época lejana. Los dos estábamos en aquel salón de Nueva Orleans, con el fuego de carbón en el hogar, bajo la repisa de mármol de la chimenea. Y todo envejeciendo allí, salvo nosotros.
Y ahora, allí estaba: un chico moderno con la camiseta torcida y los pantalones gastados, mirando hacia las colinas desiertas. Desaliñado, los ojos ardiendo con un fuego interior, el cabello desgreñado. Le vi despertar de su estado lentamente, como si volviera a la vida.
—No —dijo al fin—. Creo que si a los ancianos les preocupa de algún modo todo esto, estarán demasiado interesados para hacerlo.
¿Y tú? ¿Sientes interés?
—Sí, sabes que sí —respondió.
Y su rostro adquirió un leve rubor. Se hizo todavía más humano. De hecho, su aspecto era el más parecido al de un mortal de entre todo los de nuestra raza que recordara.
—Estoy aquí, ¿no? —añadió. Y noté en él un dolor que le recorría todo el ser como una veta de mineral, una veta que podía llevar la emoción hasta las profundidades más frías.
Asentí. Respiré profundamente y aparté la mirada de él deseando poder decir lo que realmente quería. Decir que le amaba. Pero no podía hacerlo. El sentimiento era demasiado fuerte.
—Suceda lo que suceda, merecerá la pena —murmuré—. Quiero decir que merecerá la pena si tú y yo y Gabrielle y Armand... y Marius estamos juntos, aunque sea por un breve espacio de tiempo. Y Mael. Y sólo Dios sabe cuántos más. ¿Y si se presentan todos los ancianos? Merecerá la pena, Louis. Todo lo demás no me importa.
—¡No! ¡Sí que te importa! —exclamó él con una sonrisa. Estaba intensamente fascinado—. Sólo confías en que va a ser emocionante y que, sea cual sea la batalla, vencerás.
Bajé la cabeza y me reí. Metí las manos en los bolsillos de los pantalones como hacen los mortales de esta época y continué caminando por la hierba. El campo olía aún a sol, incluso en la fresca noche californiana. No hablé a Louis de la parte mortal, de la vanidad de querer actuar, de la extraña locura que me había embargado al verme en la pantalla del televisor, al ver mi rostro en la tapa del disco, pegado en el escaparate de la tienda de North Beach.
Él continuó a mi lado.
—Si los antiguos quisieran de verdad destruirme —le dije—, ¿no crees que ya lo habrían hecho?
—No. Yo te vi y te he seguido, pero, hasta entonces, no pude dar contigo, aunque lo intenté desde el momento en que supe que habías aparecido.
—¿Cómo te has enterado?
—En todas las grandes ciudades hay lugares donde se reúnen los vampiros —me explicó—. Seguro que ya lo sabes, a estas alturas.
—No, lo ignoraba. Cuéntame.
—Hay unos bares que llamamos la Conexión Vampiro —dijo con una sonrisa irónica—. Son frecuentados por mortales, naturalmente, y los conocemos por el nombre. Está el «Doctor Polidori» en Londres y el «Lamia» en París. Tenemos el «Bela Lugosi» en el centro de Los Ángeles y el «Carmilla» y el «Lord Ruthven» en Nueva York. Aquí, en San Francisco, está el más hermoso de todos ellos, probablemente: el cabaret llamado «La Hija de Drácula», en Castro Street.
Me eché a reír. No pude evitarlo y vi que también él estaba a punto de hacerlo.
¿Y dónde están los nombres de Confesiones de un Vampiro —inquirí con fingida indignación.
Verboten —respondió, enarcando ligeramente las cejas—. Esos no son ficticios, sino reales. Pero te diré que en Castro Street ponen tus video-clips. Los clientes mortales lo piden. Brindan por ti con sus bloody mary de vodka. «La danza de les Innocents» retumba a través de las paredes.
Decididamente, estaba a punto de soltar una carcajada. Traté de contenerla y moví la cabeza.
— Pero también has producido una especie de revolución en el lenguaje en la trastienda —continuó él con la misma fingida sobriedad, incapaz de mantener el rostro absolutamente inexpresivo.
—¿A qué te refieres?
—Rito Oscuro, Don Oscuro, Senda del Diablo... Todo el mundo anda tomándose a broma estas palabras, incluso los novicios más recientes que aún ni han empezado a saber qué es un vampiro. Imitan el libro pese a condenarlo absolutamente. Van cargados de joyería egipcia. El terciopelo negro vuelve a ser de rigor.
—Excelente —dije—. Pero esos lugares... ¿Cómo son?
—Están saturados de objetos relacionados con vampiros. Carteles de las películas del género adornan las paredes, y los films se proyectan continuamente en unas pantallas elevadas. Los mortales que vienen son una verdadera feria de tipos teatrales: jóvenes punk, artistas, algunos envueltos en capas negras y luciendo largos colmillos de plástico. Apenas se enteran de nuestra presencia. Muchas veces, en comparación con ellos, resultamos vulgares. Y, con las luces bajas, nos hacemos casi invisibles pese al terciopelo, a las joyas egipcias y a todo lo demás. Por supuesto, nadie se sacia con esos clientes mortales. Acudimos a los locales para tener información. El bar de los vampiros es, de hecho, el lugar más seguro de toda la cristiandad para un mortal. En el local de los vampiros no se puede matar.
—Me pregunto cómo nadie había pensado algo así hasta hoy —comenté.
—Ya lo hicieron —dijo Louis—. En París estaba el Théàtre des Vampires.
—Es cierto —reconocí. Él prosiguió:
—Hace un mes llegó a la Conexión Vampiro la noticia de que habías vuelto. Y, para entonces, la noticia ya era vieja. Se decía que estabas cazando en Nueva Orleans y por fin se supo lo que te proponías. Muchos compraron ejemplares de tu autobiografía cuando apareció. Y hubo comentarios inagotables acerca de tus video-clips.
—¿Cómo fue, entonces, que no les vi en Nueva Orleans?
—Porque Nueva Orleans es territorio de Armand desde hace medio siglo. Ningún vampiro se atreve a cazar en la ciudad. Se enteraron a través de los medios de comunicación de los mortales, por noticias procedentes de Los Ángeles y Nueva York.
—Tampoco vi a Armand en Nueva Orleans.
—Lo sé —respondió él. Por un instante, me pareció confuso, preocupado. Noté un pequeño nudo en el pecho—. Nadie sabe dónde está Armand —añadió con cierto desánimo—. Pero cuando apareció en Nueva Orleans, mató a todos los jóvenes, y los vampiros le dejaron la ciudad. Dicen que muchos de los antiguos se comportan del mismo modo, dando muerte a los jóvenes y novicios. También lo dicen de mí, pero no es cierto. Yo recorro San Francisco como un fantasma, sin molestar a nadie salvo a mis desdichadas víctimas mortales.
Nada de todo aquello me sorprendió demasiado.
—Nuestro número es excesivo —continuó Louis—, como siempre ha sucedido. Hay muchos enfrentamientos y las asambleas que se forman en las ciudades son sólo un medio por el que tres o más vampiros poderosos acuerdan no destruirse entre ellos y compartir el territorio según las normas.
—Las normas, siempre las normas —murmuré.
—Ahora son distintas y más estrictas. No debe dejarse el menor rastro de la muerte. No debe dejarse un solo cadáver que los mortales puedan investigar.
—Lógico.
—Y debe evitarse cualquier exposición a fotografías en primer plano, filmaciones con teleobjetivo o imágenes de vídeo que puedan congelarse para identificarnos. No debemos correr el menor riesgo de ser capturados, encarcelados o examinados científicamente por el mundo mortal.
Asentí, pero tenía el pulso acelerado. Me encantaba ser el proscrito, el que siempre se había saltado todas las leyes. Así que estaban imitando mi libro, ¿no era eso? ¡Ah!, la cosa ya se había puesto en marcha. Los engranajes empezaban a moverse.
—Lestat, crees que lo entiendes, pero, ¿es así? —preguntó él en tono paciente—. Si permitimos que el mundo mortal ponga bajo sus microscopios el menor fragmento de nuestros tejidos, terminarán las discusiones acerca de si sólo somos una leyenda, una superstición. Tendrán la prueba tangible de nuestra existencia.
—No estoy de acuerdo contigo —repliqué—. El asunto no es tan simple.
—Tienen los medios para identificarnos y clasificarnos. Para galvanizar a la caza humana en contra nuestra.
—No, Louis. Los científicos de hoy día son brujos en guerra permanente, que se pelean por las cuestiones más banales. Podrías distribuir ese tejido sobrenatural a todos los microscopios del mundo y ni siquiera entonces la gente creería una sola palabra.
Louis reflexionó un instante sobre mis palabras.
—Un prisionero, entonces —insistió—. Un espécimen vivo en sus manos.
—Ni siquiera así lo aceptarían —repliqué—. Además, ¿cómo iban a poder capturarme?
Sin embargo, la perspectiva era de lo más deliciosa: la persecución, la intriga, la posible captura y la fuga posterior. La idea le encantó.
Louis mostraba ahora una extraña sonrisa, llena de desaprobación y de placer.
—Estás más loco que nunca —dijo en un susurro—. Más loco que cuando te dedicabas a recorrer Nueva Orleans asustando a propósito a la gente.
Me reí largamente, pero, al fin, quedé en silencio. No disponíamos de mucho tiempo hasta el alba y podría haber seguido riéndome hasta la noche siguiente en San Francisco.
—He estudiado el asunto desde todos los ángulos, Louis. Iniciar una verdadera guerra con los mortales será más difícil de lo que piensas...
—... Pero estás absolutamente dispuesto a empezarla, ¿no es cierto? Quieres que todos, mortales o inmortales, vengan en tu busca.
—¿Por qué no? —repliqué—. Provoquemos esa lucha. Hagamos que los mortales intenten destruirnos como han hecho con todos sus otros demonios. Que prueben a barrernos de la faz de la Tierra.
Louis me miraba con aquella expresión de asombro, temor e incredulidad que había visto mil veces en su rostro. Una expresión por la que yo sentía debilidad.
Pero el cielo empezaba ya a aclarar y las estrellas se iban apagando. Sólo nos quedaban unos preciosos instantes de compañía antes del amanecer primaveral.
—Así pues, te propones de verdad provocar eso —murmuró él con voz grave, aunque en un tono más suave que antes.
—Lo que quiero, Louis, es que suceda algo, que se mueva todo. ¡Lo que quiero es que cambie todo lo que hemos sido! ¿Qué somos ahora sino sanguijuelas: repulsivos, clandestinos, sin justificación? El viejo romanticismo ha desaparecido. Cobremos, pues, un nuevo sentido. Anhelo los focos brillantes tanto como ansío la sangre. Deseo la visibilidad divina. Deseo la guerra.
—La nueva maldad, por usar tus viejas palabras. Y esta vez es la maldad del siglo XX.
—Precisamente —asentí, pero pensé de nuevo en el impulso puramente mortal, el impulso de la vanidad, de la fama mundial, del reconocimiento. Noté un leve azoramiento de vergüenza. Todo aquello iba a ser un placer tan grande...
—¿Pero por qué, Lestat? —preguntó Louis con cierta suspicacia—. ¿Por qué el peligro, el riesgo? Al fin y al cabo, lo has conseguido. Has regresado y eres más fuerte que nunca. Vuelves a tener el viejo fuego como si nunca lo hubieras perdido y sabes lo importante, lo preciosa que es esa mera voluntad de continuar existiendo. ¿Por qué arriesgarlo todo inmediatamente? ¿Has olvidado cómo eran las cosas cuando teníamos el mundo a nuestro alrededor y nadie podía causarnos daño salvo nosotros mismos?
—¿Es una proposición, Louis? ¿Finalmente has vuelto a mí, como dicen los amantes?
Sus ojos se apagaron y apartó la mirada de mí.
—No me burlo de ti, Louis —le aseguré.
—Eres tú quien ha vuelto a mí, Lestat —contestó con voz tranquila mientras alzaba de nuevo la vista—. Cuando escuché los primeros cuchicheos acerca de ti en «La Hija de Drácula», sentí algo que creía perdido para siempre...
Hizo una pausa, pero yo sabía a qué se refería. No hacía falta que dijera más. Y ya lo había entendido siglos antes al percibir la desesperación de Armand tras la disolución de la vieja asamblea. La excitación, el deseo de continuar existiendo, eran cosas inapreciables para nosotros. Mayor razón aún para el concierto de rock, para lo que había de seguir, para la propia guerra.
—Lestat, no subas al escenario mañana. Deja que las filmaciones y el libro hagan su trabajo, pero protégete tú mismo. Reunámonos y hablemos. Tengámonos los unos a los otros en este siglo como nunca nos hemos tenido en el pasado. Y me refiero a todos nosotros.
—Eres muy tentador, hermoso mío —contesté a su propuesta—. En el siglo pasado hubo veces en que habría dado casi cualquier cosa por escuchar estas palabras. Y nos reuniremos y hablaremos, todos nosotros, y nos tendremos los unos a los otros. Será magnífico. Pero voy a subir a ese escenario. Voy a ser Lelio de nuevo, como nunca lo fui en París. Seré el Vampiro Lestat a la vista de todos. Un símbolo, un proscrito, un fenómeno de la naturaleza: algo que despierte amores y desprecios, todo eso. Te aseguro que no puedo volverme atrás. No puedo detenerme. Y con toda franqueza, no tengo el menor miedo.
Me dispuse a resistir la oleada de frialdad o de tristeza que pensé que le embargaría y odié la proximidad del sol como nunca en el pasado. Louis me volvió la espalda. La luminosidad del cielo empezaba a hacerle daño. Pero en su rostro había la misma cálida expresión de siempre.
—Muy bien, pues —dijo—. Entonces, me gustaría ir a San Francisco contigo. Me gustaría mucho. ¿Querrás llevarme?
No pude contestar inmediatamente. De nuevo, la intensidad de mi excitación resultaba un tormento y el amor que sentía por él era una pura humillación para mí.
—Claro que te llevaré conmigo —asentí.
Nos miramos durante un tenso momento. Louis tenía que dejarme. La mañana llegaba ya para él.
—Una cosa, Louis...
—¿Sí?
—Esa ropa. Imposible. Quiero decir que mañana por la noche, como dicen los jóvenes en este siglo veinte, tendrás que pasar de esa camiseta y esos pantalones.
Cuando Louis se hubo ido, la madrugada quedó demasiado vacía. Me quedé un rato donde estaba, pensando en aquel mensaje: Peligro. Recorrí con la mirada las montañas lejanas, los campos interminables. Amenaza, advertencia...,¿qué importaba? Los jóvenes usaban los teléfonos. Los antiguos alzaban sus voces sobrenaturales. ¿Tan extraño era?
En aquel momento, lo único que ocupaba mis pensamientos era Louis, el hecho de tenerlo conmigo. Y la expectación de cómo serían las cosas cuando acudieran los demás.





2



Los amplios aparcamientos de Cow Palace de San Francisco estaban rebosantes de frenéticos mortales cuando nuestra caravana cruzó la verja, con mis músicos en la limusina que abría la marcha y Louis a mi lado en el Porsche tapizado en cuero. Fresco y radiante con la indumentaria del conjunto y la capa negra, parecía salido de las páginas de su propio relato, con una ligera expresión de temor en sus ojos verdes al observar a los jóvenes que gritaban a nuestro alrededor y a los guardias que, en moto, nos abrían paso entre ellos.
Las entradas al concierto estaban agotadas desde hacía un mes y los decepcionados fans querían que la música se pudiera escuchar también en el exterior. El suelo estaba cubierto de latas de cerveza. Los adolescentes estaban sentados en el techo de los coches, o de pie sobre los maleteros y capós, con las radios emitiendo la música de El Vampiro Lestat a un volumen atronador.
El organizador del concierto corría a pie junto a mi ventanilla, explicándome que se instalarían los altavoces y las pantallas de vídeo en el exterior del local. La policía de San Francisco había concedido el permiso en prevención de alborotos.
Noté el creciente nerviosismo de Louis. Un grupo de jóvenes rompió el cordón policial y se apretujó contra su ventanilla, al tiempo que la caravana motorizada daba una curva cerrada y se encaminaba hacía el local, un edificio alargado y feo, en forma de tubo.
Me sentía realmente cautivado ente lo que estaba sucediendo. Y mi desconcierto era cada vez mayor. Los admiradores no dejaban de rodear el coche antes de poder ser controlados y empecé a comprende hasta qué punto había subestimado toda aquella experiencia.
Los conciertos filmados que había visto no me habían preparado para la pura electricidad que ya empezaba a recorrerme, para la música que ya atronaba en mi cabeza, para el modo en que mi vanidad mortal se evaporaba.
Entrar en el local fue una locura. Entre un amasijo de guardias, con la muchacha agarrada a mí y Alex empujando a Larry delante de nosotros, corrimos todos hasta la zona de camerinos, fuertemente protegida. Los fans nos tiraban del cabello, de las capas. Extendí el brazo hacia atrás y protegí a Louis bajo mi ala y le hice pasar las puertas con los demás.
Y entonces, en lo camerinos engalanados, escuché por primera vez el rugido bestial de la multitud. Quince mil almas cantando y gritando en un recinto cubierto.
No, de ningún modo tenía bajo control aquello, aquel coro feroz que me estremecía de pies a cabeza. ¿Cuándo, en toda mi existencia, había experimentado aquella sensación, aquella casi hilaridad?
Me abrí paso ente las bambalinas y observé al auditorio por una mirilla. Los mortales llenaban ambos lados del largo recinto oval, hasta las mismas vigas del techo. Y en el vasto centro abierto, una muchedumbre de miles de jóvenes bailando, acariciándose, levantando puños en la atmósfera cargada de humo, pugnando por acercarse al escenario. El olor a hachís, cerveza y sangre humana se mezclaba en las corrientes de la ventilación.
Los ingenieros de sonido gritaban que ya estaban preparados. El maquillaje había sido retocado; las capas de terciopelo azul, cepilladas; los lazos negros, enderezados. No era preciso hacer esperar un momento más a aquella multitud impaciente.
Se dio la orden de apagar las luces generales. Y un enorme grito inhumano surgió de la oscuridad, alzándose hasta el techo. Noté el suelo vibrando bajo mis pies. Y el grito creció cuando un potente zumbido electrónico anunció la conexión de «el equipo».
La vibración me atravesó las sienes. Estaba desprendiéndose una capa de piel. Tomé por el brazo a Louis, le di un largo beso y luego le vi separándose de mí.
Al otro lado del telón, por todas partes, el público encendió sus mecheros hasta que miles de llamitas temblorosas tachonaron la penumbra. Surgieron unas palmadas rítmicas, se apagaron, y el rugido general empezó a alzarse a oleadas, rotas por algunos gritos aislados. Mi cabeza estaba a rebosar.
Y, pese a ello, evoqué el lejano recuerdo del teatro de Renaud. Lo vi claramente. Pero este local de San Francisco... ¡era como el Coliseo romano! Y la producción de las cintas, de las filmaciones..., todo había sido tan controlado, tan frío. No me había ofrecido ningún indicio de cómo sería esto.
El ingeniero de sonido dio la señal y salimos de detrás del telón, mis músicos mortales tropezando en la oscuridad mientras yo me movía sin ningún problema entre cables y micrófonos.
Me situé en el borde del escenario, justo encima de las cabezas de aquella masa que se movía y gritaba. Alex estaba a la batería. La chica tenía en las manos su guitarra eléctrica, plana y brillante, y Larry ocupaba su lugar en el centro del enorme teclado circular del sintetizador.
Me volví y eché un vistazo a las pantallas gigantes de vídeo que ampliarían nuestros rostros poniéndolos a la vista de todos los presentes en el recinto. Después, contemplé de nuevo el mar de jóvenes entusiasmados.
Oleadas y oleadas de ruido nos inundaron desde la oscuridad. Capté el olor a calor y a sangre.
Entonces, la inmensa batería de focos verticales se iluminó. Violentos rayos plateados, azules y rojos se entrecruzaron bañándonos en su luz, y el griterío alcanzó un grado increíble. Todo el local estaba en pie.
Noté la luz arrastrándose sobre mi blanca piel, estallando en mi cabello amarillo. Miré a los lados para ver a mis mortales, exaltados y frenéticos ya en sus posiciones, entre los infinitos cables y el andamiaje plateado.
El sudor me perlaba el rostro cuando vi levantados los puños por todas partes en gesto de saludo. Y allí, repartidos entre el público por todo el local, había jóvenes con ropas de vampiro de carnaval, rostros brillantes de sangre ficticia, algunos batiendo unas alas amarillas, otros con círculos violáceos en torno a los ojos que les daban un aspecto muy espectral e inocente. Silbidos y gritos destacaban sobre el clamor general.
No, aquello no era como en las filmaciones de los video-clips. No se parecía en absoluto a las cámaras refrigeradas y aisladas del ruido del estudio de grabación. Aquello era una experiencia humana hecha vampírica, igual que la propia música era vampírica, igual que las imágenes de vídeo eran las del éxtasis de la sangre.
Me estremecí de pura alegría mientras el sudor teñido de rojo me corría por la cara.
Los focos barrieron el auditorio, dejándonos bañados por una penumbra mercurial, y allí donde enfocaba la luz, la multitud redoblaba sus gritos mientras se revolvía en convulsiones.
¿Qué representaba todo aquel estruendo? Representaba al hombre convertido en una masa: eran las turbas en torno a la guillotina, los antiguos romanos clamando por la sangre cristiana. Y eran los celtas reunidos en el bosque a la espera de Marius, el dios. Volví a ver el bosque como lo había visto cuando Marius me explicaba su historia; ¿acaso sus antorchas no eran tan espeluznantes como estos rayos coloreados? ¿Acaso los horribles gigantes de maderos y mimbre no eran tan grandes como estos andamios de acero que sostenían las columnas de sonido y los focos incandescentes a ambos lados del escenario?
Pero aquí no había violencia, no había muerte; sólo la exuberancia infantil surgiendo de unas bocas y unos cuerpos jóvenes, una energía concentrada y contenida con la misma naturalidad que se desataba.
Otra vaharada de hachís desde las primeras filas. Motoristas de largas melenas vestidos de cuero con brazaletes adornados con tachuelas batían palmas por encima de la cabeza; parecían fantasmas de los celtas, con sus mechones bárbaros cayéndoles hasta los hombros. Y, desde todos los rincones de aquel recinto largo, hueco y lleno de humo, me llegó una oleada desinhibida de algo parecido a amor.
Las luces se encendían y apagaban haciendo que el movimiento de la multitud pareciera fragmentado, realizado a base de impulsos cortos y bruscos.
Todos cantaban ahora al unísono y el volumen del griterío crecía y crecía. ¿Qué era lo que decían? LESTAT, LESTAT, LESTAT.
«¡Ah!, esto es demasiado divino» pensé. ¿Qué mortal podría soportar este fervor, esta adoración? Alcé las puntas de mi capa negra, que era la señal convenida. Me eché el cabello hacia atrás con energía. Mis gestos levantaron una corriente de renovado griterío hasta el mismo fondo del recinto.
Las luces convergieron en el escenario. Abrí la capa a ambos lados del cuerpo, como las alas de un murciélago.
Los gritos se fundieron en un gran rugido monolítico.
—¡SOY EL VAMPIRO LESTAT! —grité a pleno pulmón apartándome del micrófono, y el sonido se hizo casi visible trazando un arco a lo largo del teatro oval, y el vocerío de la multitud se hizo aún más sonoro, aún más agudo, como si quisiera devorar mi grito.
—¡vamos, quiero oíros ¡vosotros me amáis! —grité de pronto, sin pensármelo. Por todas partes, el público pataleaba. No sólo sobre el suelo de cemento, sino también en los asientos de madera.
—¿CUÁNTOS DE VOSOTROS QUERÉIS SER VAMPIROS?
El rugido se hizo atronador. Varios espectadores trataban de encaramarse al escenario mientras los guardaespaldas pugnaban por impedírselo. Uno de los motoristas de larga melena, un tipo moreno y corpulento, saltaba arriba y abajo sin moverse del sitio, con una lata de cerveza en cada mano.
Las luces se hicieron más brillantes, como el resplandor de una explosión. Y se alzó de los altavoces situados detrás de mí el motor a pleno funcionamiento de una locomotora con un volumen enloquecedor, como si el tren fuera a aparecer a toda marcha en el escenario.
Todos los demás ruidos del auditorio quedaron engullidos por él. En el estridente silencio, la multitud bailaba y se movía delante de mí. Entonces entró la furia desgarradora, vibrante, de la guitarra eléctrica. La batería estalló en una cadencia de marcha y el torturador sonido de la locomotora en el sintetizador alcanzó el punto álgido y se rompió a continuación en una caldero burbujeante de ruido acompasado con la marcha. Era el momento de iniciar la estrofa en tono menor, con su letra pueril saltando sobre el acompañamiento:

soy el vampiro lestat
y estáis aquí para el gran aquelarre,
pero compadezco vuestra suerte.

Arranqué el micrófono del soporte y corrí a un lado del escenario y luego al otro, con la capa ondeando a mi espalda.

no podéis resistir a los señores de la noche.
ellos no tienen piedad de vuestro sufrimiento.
encuentran placer en vuestro miedo.

Trataban de agarrarme los tobillos con sus manos, me arrojaban besos; las chicas se montaban a hombros de sus compañeros para rozar mi capa ondeando sobre sus cabezas.

pero os tomaremos con amor,
os desgarraremos con pasión
y os liberaremos con la muerte.
nadie podrá decir
que no estaba advertido.

Dama Dura, con un furioso rasgueo, bailaba a mi lado dando vueltas con furia, y la música subía en un agudo glissando entre el estallido de timbales y platillos, mientras el caldero burbujeante del sintetizador se sumaba de nuevo.
Sentí que la música me calaba los huesos. Ni siquiera en el viejo aquelarre romano me había afectado tanto.
Me lancé también a la danza con un elástico balanceo de caderas para luego contonearlas adelante y atrás mientras, acompañado de la muchacha, avanzaba hacia el borde del escenario. Estábamos realizando las contorsiones libres y eróticas de Polichinela y Arlequín y los personajes de la vieja comedia, improvisando como ellos habían hecho; los instrumentos se separaban de la leve melodía para reencontrarla después, y todos nos animábamos mutuamente con nuestra danza, nada ensayado, todo acorde con el personaje, todo completamente nuevo.
Los guardias empujaban con rudeza a la gente que trataba de alcanzarnos para bailar con nosotros, pero continuamos danzando al borde del estrado como si nos burláramos de ella, agitando los cabellos sobre sus rostros, dándole la espalda para vernos allá arriba, en las pantallas gigantes, como una alucinación imposible. El sonido viajó a través de mi cuerpo al volverme hacia la muchedumbre. Viajó como una bola de acero que encontrara una tronera tras otra en mis caderas y en mis hombros, hasta que advertí que estaba alzándome del suelo en un gran salto muy lento, y luego descendía de nuevo en silencio, haciendo ondear la capa negra y con la boca abierta para dejar al descubierto los colmillos.
Euforia. Aplausos ensordecedores.
Y vi en el público multitud de pálidas gargantas mortales desnudas, muchachos y muchachas que descubrían sus cuellos y los extendían hacia mí. Y me hacían gestos de que fuera a tomarlos, me invitaban y suplicaban, y algunas de las muchachas lloraban.
El aroma a sangre era tan intenso como el humo que llenaba el local. Carne y carne y carne. Y, pese a todo, por todas partes, la sutil inocencia, la completa certeza de estar en una representación, de que aquello no era más que teatro. Nadie saldría herido. Aquella espléndida histeria no tenía riesgos.
Cuando gritaba, pensaban que era el sistema de sonido. Cuando salté, creyeron que era un truco. ¿Y por qué no, cuando la magia les envolvía por todas panes y podían prescindir de nuestra figura de carne y hueso para admirar los grandes gigantes resplandecientes de las pantallas que teníamos encima?
¡Marius, ojalá pudieras contemplar esto! Gabrielle, ¿dónde estás?
Entró la estrofa, cantada de nuevo por toda la banda al unísono. La deliciosa voz de soprano de la muchacha se alzó sobre las demás hasta que empezó a girar y girar la cabeza en círculos, rozando con su cabello desmelenado el escenario delante de sus pies, y a mover lascivamente la guitarra como un falo gigante. Los miles de espectadores batían palmas y pataleaban a la vez.
—¡OS DIGO QUE SOY UN VAMPIRO! —grité de pronto.
Éxtasis, delirio.
—¡soy el mal! el mal!
—¡Sí, Sí, Sí, Sí, sí, sí, sí!
Mis brazos extendidos hacia adelante. Mis manos curvadas hacia arriba.
—¡QUIERO BEBER VUESTRA ALMA!
El corpulento motorista de melena lanuda y chaqueta de cuero negro retrocedió un paso arrollando a los que estaban detrás de él, y saltó al escenario junto a mí, con los puños en la cabeza. Los guardaespaldas acudieron a reducirle, pero yo ya le tenía cogido, apretado contra mi pecho y levantando del suelo con un solo brazo. ¡Y mi boca se cerraba sobre su cuello, con los dientes rozándolo, acariciando sólo aquel geiser de sangre dispuesta para saltar hacia lo alto!
Pero los hombres de seguridad ya se lo llevaban, arrojándole abajo como un pez al mar. Dama Dura estaba a mi lado, la luz resbalando por sus pantalones ajustados de satén negro y la capa en un amplio vuelo; con el brazo extendido me sostuvo, al tiempo que yo intentaba rechazar su ayuda.
Comprendí en ese instante lo que no explicaban las páginas que había leído acerca de los cantantes de rock; entendí aquel desquiciado matrimonio de lo primitivo y lo científico, aquel frenesí religioso. Seguíamos estando en el antiguo bosque. Seguíamos estando todos con los dioses.
Y se extinguieron los sones de la primera canción. Y comenzamos la siguiente, aumentando el volumen, a la vez que la multitud cogía el ritmo y cantaba la letra que conocía por el disco y los video-clips. La muchacha y yo cantamos a dúo, marcando el ritmo con los pies:

hijos de las tinieblas,
enfrentaos a los hijos de la luz.
hijos del hombre.
combatid a los hijos de la noche

De nuevo, todos gritaron y chillaron y nos vitorearon, sin prestar atención a las palabras. ¿Acaso los celtas se habrían entregado a alaridos más enérgicos y exaltados en los prolegómenos de la matanza?
Pero, de nuevo, no hubo matanza, no hubo ofrendas arrojadas al fuego.
La pasión se dirigía a las imágenes del mal, no al mal. La pasión abrazaba la imagen de la muerte, no la muerte. Lo noté como la abrasadora iluminación sobre los poros de mi piel, en las raíces de mis cabellos, en el grito amplificado de Dama Dura cantando la siguiente estrofa; mis ojos recorrieron todos los rincones del recinto mientras el anfiteatro se convertía en una gran alma gimiente.

Libradme de esto, libradme de amarlo. Salvadme de olvidar todo lo demás y de sacrificar a ello todos mis propósitos, todos mis proyectos. Os amo, pequeños míos. Quiero vuestra sangre, vuestra sangre inocente. Deseo vuestra adoración en el momento de clavaros los dientes. Sí, ésta es la tentación más irresistible.

Pero en aquel instante de preciosa calma y vergüenza, vi por primera vez entre el público a los otros, a los de verdad. Sus finas caras lívidas meneándose de un lado a otro como máscaras entre la masa de rostros mortales sin forma, tan destacadas e inconfundibles como me había resultado la de Magnus en el teatrillo del bulevar, tanto tiempo atrás. Y supe que detrás del telón de fondo, entre bastidores, Louis también los había visto. Pero lo único que descubrí en ellos, lo único que percibí que emanaba de ellos, era una sensación de asombro y de espanto.
—VOSOTROS, TODOS LOS AUTÉNTICOS VAMPIROS PRESENTES, ¡MANIFESTAOS! —grité. Pero las criaturas inmortales se mantuvieron impertérritas, mientras los mortales pintados y disfrazados se volvían locos a su alrededor.

Durante tres horas completas, bailamos y cantamos y exprimimos al máximo nuestros instrumentos metálicos, con el whisky corriendo de mano en mano entre mis músicos mortales y con la multitud abalanzándose una y otra vez hacia nosotros hasta que fue preciso redoblar la falange del servicio de seguridad y se encendieron las luces del recinto. En las últimas filas de las esquinas del auditorio había gente rompiendo los asientos de madera. Por el suelo de cemento rodaban las latas de bebida. Los vampiros de verdad no se aventuraron a acercarse un paso más. Algunos desaparecieron. Así sucedió.
Un griterío ininterrumpido, como quince mil borrachos en la ciudad, hasta el último número, que era la balada de nuestro último video-clip, «La era de la inocencia».
Y la música se suavizó. La batería apagó su redoble, la guitarra languideció y el sintetizador lanzó las deliciosas notas traslúcidas de un clavicordio eléctrico, unas notas tan ligeras y, a la vez, tan profusas que fue como si del aire cayera una lluvia de oro.
Un foco no muy potente iluminó el lugar que yo ocupaba, mis ropas manchadas de sudor ensangrentado, mis cabellos empapados con él y enredados, la capa colgada al hombro.
Con la boca abierta en un gran bostezo de éxtasis y de ebria concentración, alcé la voz pronunciando claramente cada frase:

Ésta es la era de la inocencia,
de la auténtica inocencia.
Todos tus demonios son visibles,
todos tus demonios son materiales

Llámales Dolor.
Llámales Hambre.
Llámales Guerra.

Ya no necesitas al diablo imaginario.

Expulsa a los vampiros y demonios
Con los dioses que ya no adoras.

Recuerda:
el Hombre de los colmillos lleva capa.
Lo que pasa por encanto
es un encantamiento

¡Entiende bien lo que ves
cuando me ves!

Matadnos, hermanos y hermanas,
la guerra continúa.

Entiende bien lo que ves
cuando me ves.

Cerré los ojos ante el creciente muro de aplausos. ¿Qué estaban aplaudiendo, en realidad? ¿Qué estaban celebrando?
En el gigantesco auditorio se hizo el día eléctrico. Los auténticos inmortales estaban desapareciendo entre la multitud en movimiento. La policía de uniforme había saltado al escenario para formar una sólida barrera delante de nosotros. Alex tiró de mí cuando dejamos atrás el telón.
—Tío, tenemos que escapar de aquí. Han rodeado la maldita limusina. Y tú no podrás llegar a tu coche.
Le dije que no, que tenían que seguir adelante, subir a la limusina y salir enseguida.
Y vi a mi izquierda el rostro lívido y severo de uno de los inmortales verdaderos que se abría paso entre la gente. Llevaba el mono de cuero negro de los motoristas y su sedoso cabello sobrenatural era una reluciente melena azabache.
El telón estaba siendo arrancado de su barra superior y las luces del local inundaron la zona detrás del escenario. Louis estaba a mi lado. Vi a otro inmortal a mi derecha, un hombre delgado y sonriente de ojillos oscuros.
Al irrumpir en el aparcamiento, nos recibió una oleada de aire fresco y un pandemónium de mortales revolviéndose y empujando. La policía pedía orden a gritos mientras Dama Dura, Alex y Larry eran introducidos en la limusina, que se mecía como una barca. Uno de los guardaespaldas había puesto en marcha el motor de mi Porsche y esperaba mi llegada, pero los jóvenes estaban golpeando el techo y el capó como si el coche fuera un gran timbal.
Detrás del vampiro de cabello negro apareció otro demonio, una mujer, y la pareja se acercó inexorablemente. ¿Qué diablos se proponían hacer allí?
El enorme motor de la limusina rugía como un león frente a los jóvenes, que no le abrían paso, y los guardias motorizados pusieron en marcha sus monturas, escupiendo humos y ruido sobre la masa.
El trío de vampiros no tardó en rodear el Porsche. El hombre alto, con el rostro en una desagradable mueca de rabia, empujó con su poderoso brazo el lateral del coche, alzándolo del suelo pese a los jóvenes que se agarraban a la carrocería. Estaba a punto de volcarlo. De pronto, noté un brazo en torno al cuello. Y noté cómo el cuerpo de Louis se revolvía, y oí el sonido de su puño al golpear la piel y el hueso sobrenaturales detrás de mí, acompañado de una maldición apenas susurrada.
Súbitamente, la multitud se había puesto a chillar. Por un altavoz, un policía exhortó a los jóvenes a despejar la zona.
Corrí adelante, apartando a golpes a varios jóvenes, y estabilicé el Porsche un segundo antes de que cayera como un escarabajo patas arriba. Mientras pugnaba por abrir la portezuela, sentí la multitud estrujándose contra mí. En cualquier momento, aquello se convertiría en una escena de pánico y habría una estampida.
Silbidos, gritos, sirenas. Cuerpos apretándonos a Louis y a mí el uno contra el otro, y, a continuación, el vampiro vestido de cuero, alzándose al otro lado del coche con un destello de la luz de los reflectores en la gran guadaña plateada que hacía girar sobre la cabeza. Escuché el grito de advertencia de Louis. Por el rabillo del ojo vi el brillo de una segunda guadaña.
Pero un chirrido sobrenatural hendió el tumulto, al tiempo que el vampiro motorista se encendía en llamas con un destello cegador. Otra tea de forma humana prendió junto a mí. La guadaña cayó al asfalto con un tintineo. Y, a unos metros de la escena, una tercera figura vampírica estalló en una explosión chisporroteante.
La multitud, presa del más absoluto pánico, retrocedió hacia el auditorio, invadió el aparcamiento echó a correr en todas direcciones buscando cualquier lugar donde escapar de aquellas figuras tambaleantes que se consumían en sus propios infiernos privados, de aquellas manos fundidas por el calor hasta el puro hueso. Y vi a otros inmortales escapando a toda prisa inadvertidos entre la lenta marea humana.
Louis se volvió hacia mí, desconcertado, y la expresión de asombro de mi rostro no hizo, seguramente, otra cosa que desconcertarle aún más. ¡Ninguno de nosotros había hecho aquello! ¡Ninguno de los dos tenía tal poder! Yo sólo conocía a un inmortal que lo tuviera.
Pero, de pronto, la portezuela del coche me golpeó al abrirse, y una mano pequeña, blanca y delicada, surgió del interior y tiró de mí.
—¡Vamos, deprisa! ¡Los dos! —exclamó de improviso una voz femenina, en francés—. ¿A qué esperáis, a que la Iglesia lo proclame un milagro?
Y, antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, me vi arrastrado al asiento bajo de cuero; Louis cayó encima de mí y tuvo que gatear sobre el respaldo del asiento para ocupar el posterior.
El Porsche se lanzó adelante apartando a los mortales que huían delante de los faros. Contemplé la esbelta figura de la conductora que tenía al lado, vi su cabellera rubia cayéndole sobre los hombros y su sucio sombrero de fieltro hundido hasta los ojos.
Quise rodearla con mis brazos, estrujarla a besos, apretar mi corazón contra el suyo y olvidarme por completo de todo lo demás. Al diablo con aquellos novicios idiotas. Sin embargo, el Porsche estuvo a punto de volcar otra vez cuando ella lo forzó a una curva cerrada para pasar la verja y salir a la calle.
—¡Detente, Gabrielle! —grité, cerrando la mano en torno a su brazo—. ¡No has sido tú quien lo ha hecho, quién los ha hecho arder de esa manera...!
—Claro que no —replicó ella, aún en perfecto francés, sin apenas dirigirme la mirada. Tenía un aspecto irresistible mientras, con dos dedos, hacía girar de nuevo el volante violentamente en otra curva de noventa grados. Nos dirigimos hacia la autopista.
—¡Entonces, nos estás llevando lejos de Marius! —exclamé—. ¡Detente!
—¡Primero deja que él reviente esa furgoneta que viene siguiéndonos! —replicó ella con otro grito—. ¡Entonces me detendré!
Pisó a fondo el pedal del acelerador y clavó los ojos en la carretera que tenía ante ella, con las manos asidas con fuerza al volante forrado en piel.
Me volví a mirar y vi la furgoneta por encima del hombro de Louis. Era un vehículo monstruoso que se nos echaba encima con sorprendente rapidez; tenía el aspecto de un enorme coche fúnebre, negro y voluminoso, con una boca de dientes cromados en la roma parrilla frontal y cuatro de los vampiros novicios sonriéndonos con aire burlón desde detrás del cristal sombreado del parabrisas.
—¡No podemos librarnos de este tráfico para dejarles atrás! —dije—. Da la vuelta. Regresemos al auditorio. ¡Da la vuelta, Gabrielle!
Pero ella continuó adelante, sorteando osadamente los vehículos y mandando algunos de ellos a la cuneta por puro pánico.
La furgoneta se nos acercaba más y más.
—¡Es una máquina de guerra, eso es lo que es! —gritó Louis—. Le han montado un parachoques de hierro. ¡Esos pequeños monstruos se proponen embestirnos!
¡Ah, me había equivocado totalmente en esto! Lo había subestimado todo. Había sabido ver mis recursos en esta época moderna, pero no los de ellos.
Y ahora nos alejábamos cada vez más de aquel inmortal, el único que podía mandarlos al otro mundo. Muy bien, pues. Tendría mucho gusto en ocuparme de ellos, entonces. Para empezar, haría pedazos el parabrisas; luego, les arrancaría la cabeza uno a uno.
Abrí la ventanilla, saqué medio cuerpo fuera del coche, con el viento agitando mis cabellos, y me volví hacia ellos lanzando una mirada cargada de odio a sus rostros horriblemente lívidos tras el cristal.
Cuando tomamos la rampa de acceso a la autopista, la furgoneta casi se nos echó encima. Bien. Un poco más cerca y saltaría. Sin embargo nuestro coche estaba reduciendo la marcha en ese instante. Gabrielle no encontraba un hueco entre el tráfico por donde colarse.
—¡Agárrate, que ahí viene! —gritó.
—¡Puedes jurarlo! —asentí. Un instante más y habría saltado del coche y me habría lanzado sobre ellos como un ariete rompedor.
Pero no tuve ese instante. La furgoneta nos golpeó de lleno y mi cuerpo voló sobre el asfalto, cayendo por la cuneta de la autopista mientras el Porsche salía despedido por los aires delante de mí.
Vi a Gabrielle saltando por la portezuela antes de que el coche tocara el suelo, y los dos rodamos por la pendiente cubierta de hierba mientras el coche quedaba volcado y estallaba con un rugido ensordecedor.
—¡Louis! —exclamé. Avancé hacia las llamas. Habría penetrado en ellas para rescatarle, pero el cristal del parabrisas trasero saltó en pedazos y le vi aparecer por él. Alcanzó el terraplén, al tiempo que yo llegaba hasta él. Con la capa, apagué sus ropas humeantes mientras que Gabrielle se arrancaba de encima la chaqueta para imitarme.
La furgoneta se había detenido en el arcén de la autopista, encima de nosotros. Los vampiros que la ocupaban empezaban a saltar el pretil como grandes insectos blancos, aterrizando de pie en la pendiente.
Me apresté a hacerles frente.
Pero, de nuevo, cuando el primero de ellos se deslizó hacia nosotros con la guadaña preparada, se escuchó aquel horripilante grito sobrenatural y se produjo la cegadora combustión. El rostro de la criatura se hizo una máscara negra en un estallido de llamas anaranjadas, y su cuerpo se convulsionó en una danza horrenda.
Los demás vampiros dieron media vuelta y echaron a correr bajo la autopista.
Quise ir tras ellos, pero Gabrielle me sujetó entre sus brazos y me lo impidió. Su fuerza me encolerizó y me sorprendió.
—¡Quieto, maldita sea! —exclamó—. ¡Louis, ayúdame!
—¡Suéltame! —repliqué, furioso—. Quiero a uno de ellos, sólo a uno. ¡Atraparé al más retrasado del grupo!
Pero ella no me soltaba y no estaba dispuesto a pelearme con ella, y Louis se le había sumado en su ardiente y desesperada petición.
—¡Está bien! —asentí al fin, cediendo a regañadientes. Además, ya era demasiado tarde. El quemado había expirado entre el humo y las llamas chisporroteantes, y los otros habían desaparecido en la oscuridad y el silencio sin dejar el menor rastro.
A nuestro alrededor, la noche se había quedado repentinamente vacía, salvo el tronar del tráfico en la autopista, encima de nosotros. Y allí estábamos los tres, juntos, bajo el espeluznante resplandor del coche ardiendo.
Louis se limpió el hollín de la frente con gesto cansado; llevaba manchada la almidonada pechera de la camisa y su larga capa de terciopelo estaba quemada y rasgada.
Y allí estaba Gabrielle, con el mismo aspecto extraviado de siempre; era aquel mismo muchacho sucio de polvo y harapiento, con la raída indumentaria de safari caqui y el flexible sombrero de fieltro marrón ladeado sobre su deliciosa cabeza.
Entre la cacofonía de ruidos de la ciudad, escuchamos el leve ulular de las sirenas acercándose.
Sin embargo, los tres permanecimos inmóviles, esperando, mirándonos unos a otros. Y supe que todos estábamos buscando a Marius. Sin duda, era Marius. Tenía que serlo. Y estaba de nuestro lado, no contra nosotros. Y ahora nos respondería.
Pronuncié lentamente su nombre en voz alta. Miré hacia la zona en sombras bajo la autopista y hacia el ejército interminable de casitas que poblaba las colinas próximas.
Pero lo único que pude oír fue el sonido cada vez más fuerte de las sirenas y el murmullo de voces humanas cuando los mortales empezaron la larga ascensión desde el paseo inferior.
Vi miedo en el rostro de Gabrielle. Le tendí la mano, di un paso para acercarme a ella a pesar de toda aquella horrible confusión mientras los mortales se acercaban cada vez más y los vehículos se detenían en la autopista.
Su brazo fue inesperado, cálido. Pero enseguida me hizo un gesto para que me diera prisa.
—¡Estamos en peligro! Todos nosotros —cuchicheó—. En un peligro terrible. ¡Vamos!





3



Eran las cinco de la madrugada y estaba completamente a solas ante la cristalera del rancho de Carmel Valley. Gabrielle y Louis habían partido juntos a las colinas para buscar sus respectivos lugares de descanso.
Una llamada telefónica me había informado de que mis músicos mortales estaban a salvo en el nuevo escondite de Sonoma, celebrando una desaforada fiesta tras verjas y cercas electrificadas. En cuanto a la policía y la prensa, con sus inevitables preguntas, tendrían que esperar.
Y allí estaba ahora, esperando las primeras luces de la mañana, como siempre había hecho, preguntándome por qué Marius no se había mostrado, por qué nos había salvado para desvanecerse de inmediato, sin una palabra.
—Supón que no ha sido Marius —había dicho más tarde Gabrielle, paseando nerviosamente por la sala—. Te aseguro que he notado una abrumadora sensación de amenaza. He percibido peligro para nosotros, y no sólo para esas criaturas. Lo he percibido a la salida del auditorio, cuando salíamos con el coche. He vuelto a notarlo cuando estábamos junto al coche en llamas. Había algo allí. Y no era Marius, estoy convencida...
—Había algo casi bárbaro en ello —había añadido Louis—. Casi, aunque no del todo...
—Sí, casi salvaje —había insistido ella, dirigiéndole una mirada de asentimiento—. Y, aunque fuera Marius, ¿qué te hace pensar que no te ha salvado para poder servirse mejor su venganza particular?
—No —había respondido yo con una ligera risa—. Marius no quiere venganza, o, de lo contrario, ya la habría llevado a cabo. De eso estoy seguro.
Pero yo me había sentido demasiado emocionado sólo de contemplarla, de ver una vez más sus andares, sus gestos. Y, ¡ah!, la indumentaria de safari deshilachada. Después de doscientos años, seguía siendo la misma exploradora intrépida. Al tomar asiento, lo había hecho a horcajadas, apoyando el mentón sobre las manos y éstas en el respaldo de la silla.
Teníamos tanto que hablar, tanto que decirnos, que me sentía demasiado feliz para tener miedo.
Además, sentir miedo en este momento era demasiado terrible, pues ahora sabía que había cometido otro grave error de cálculo. Me había dado cuenta de ello por primera vez al incendiarse el Porsche cuando Louis todavía estaba en el interior. Aquella guerra privada mía ponía en peligro a todos los que amaba. Qué estúpido había sido al pensar que atraería el rencor únicamente sobre mí.
Teníamos que hablar las cosas. Teníamos que ser astutos. Teníamos que ser muy cautos.
Pero, de momento, estábamos a salvo. Así se lo había dicho a Gabrielle, tranquilizándola. Ni ella ni Louis percibían la sensación de amenaza en aquel lugar; no nos había seguido al valle. Y yo no la había notado en ningún momento. Y nuestros jóvenes y estúpidos enemigos inmortales se habían dispersado creyendo que poseíamos el poder para incinerarles a voluntad.
—Mil veces, ¿sabes?, mil veces había imaginado nuestro reencuentro —había dicho Gabrielle—. Pero nunca pensé que sería así.
—¡A mí me parece que ha sido espléndido! —había respondido yo—. Y no supongas ni por un momento que no habría sido capaz de solucionar todo eso. Ya estaba a punto de estrangular al de la guadaña y arrojarle por encima del auditorio. Y vi acercarse al otro. Le habría partido por la mitad. Te aseguro de que una de las cosas más frustrantes de todo este asunto es no haber tenido la ocasión de...
—¡Ah, monsieur, eres un verdadero demonio! ¡Eres imposible! —había exclamado Gabrielle al escucharme—. Eres..., ¿cómo te llamó Marius...? ¡Eres el ser más detestable! Estoy plenamente de acuerdo.
Me reí, complacido. Qué dulce halago. Y qué encantador su francés anticuado.
Y Louis se había mostrado muy prendado de ella, sentado en las sombras observándola, reticente, perdido en sus cavilaciones. Louis volvía a lucir ropas inmaculadamente limpias, como si tuviera a su disposición toda su indumentaria, y su aspecto era el mismo que si acabáramos de salir del último acto de La Traviata para pasear un poco y ver a los mortales bebiendo champán en las mesas de mármol de los cafés mientras los carruajes elegantes pasaban con su estruendo.
Me invadió la sensación de la nueva asamblea formada, de una espléndida energía, de la negación de la realidad humana, de nosotros tres contra cualquier tribu, contra cualquier mundo. Y una profunda sensación de seguridad, de impulso incontenible..., ¿cómo explicárselo a ellos dos?
—Deja de preocuparte, madre —le había dicho yo finalmente, esperando clarificarlo todo, crear un momento de pura ecuanimidad—. No tiene objeto. Un ser lo bastante poderoso para hacer arder a sus enemigos puede encontrarnos en el momento en que lo desee. Puede hacer exactamente lo que le parezca.
—¿Y por ese motivo he de dejar de preocuparme? —había replicado ella. Y yo había visto a Louis sacudiendo la cabeza.
—Yo no tengo vuestros poderes —había intervenido a continuación, modestamente—, pero también he captado esa sensación. Y os aseguro que era extraña, absolutamente ajena a la civilización, a falta de un término mejor.
—¡Ah!, has vuelto a dar en la diana —había exclamado Gabrielle—. Resultaba completamente extraña. Como si procediera de un ser muy remoto...
—Y tu Marius es demasiado civilizado —había insistido Louis—, demasiado cargado de filosofía. Por eso sabes que no busca venganza.
—¿Extraña? ¿Ajena a la civilización? —había replicado yo pasando la mirada de uno a otro—. ¿Por qué no he percibido yo esa amenaza?
Mon Dieu, podría ser cualquier cosa —había declarado Gabrielle, finalmente—. Esa música tuya podría despertar a los muertos.

Había meditado sobre el enigmático mensaje de la noche anterior: ¡Lestat! ¡Peligro! Pero el amanecer estaba ya demasiado cerca para preocuparles con aquello. Además, tampoco explicaba nada. Era sólo una pieza más del rompecabezas; un fragmento que, tal vez, no encajaba allí en absoluto.
Y ahora, los dos se habían marchado juntos y yo estaba a solas ante las cristaleras contemplando el fulgor de la luz que se hacía cada vez más intenso sobre las montañas de Santa Lucía.
«¿Dónde estas, Marius? ¿Por qué no te muestras de una vez?» pensé. Al fin y al cabo, todo lo que había dicho Gabrielle podía ser verdad. «¿Es una estratagema tuya?»
Pero, ¿no era acaso una estratagema mía la de no invocarle de verdad? Me refiero a alzar con toda su potencia mi voz secreta como él me había dicho, dos siglos atrás, que podría hacer.
A través de todas mis dificultades, no llamarle se había convertido en una cuestión de orgullo para mí, pero, ¿qué importaba ya eso?
Tal vez era la llamada lo que me exigía Marius. Tal vez era lo que requería de mí. Y la añeja amargura y la terquedad habían desaparecido. ¿Por qué no hacer aquel esfuerzo, al menos?
Y, cerrando los ojos, hice lo que había repetido desde aquellas noches dieciochescas en que había gritado su nombre por las calles de Roma y El Cairo. En silencio, le llamé. Y noté el grito sin voz surgiendo de mí y viajando al olvido. Casi pude percibir cómo atravesaba el mundo de dimensiones visibles, cómo se hacía más y más débil, cómo se consumía.
Y entonces vi de nuevo, durante una fracción de segundo, el mismo lugar remoto e irreconocible que había entrevisto la noche anterior. Nieve, nieve inacabable y un edificio de piedra, con las ventanas cubiertas de hielo. Y, en un promontorio elevado, un curioso aparato moderno, un gran plato metálico gris girando sobre un eje para captar las ondas invisibles que cruzan los cielos terrestres.
¡Una antena de televisión! ¡Eso era el objeto! Una antena alzándose de aquel desierto helado hacia el satélite. Y el cristal roto del suelo era la pantalla de un televisor. Lo vi. El banco de piedra... Una pantalla de televisor hecha añicos. Ruido.
Desvaneciéndose.
¡marius!
Peligro, Lestat. Todos nosotros en peligro. Ella ha... No puedo... Hielo. Enterrado en el hielo. Destellos de fragmentos de cristal en un suelo de piedra, el banco vacío, el estruendo y la vibración de El Vampiro Lestat sonando en los altavoces... Ella ha... ¡Ayúdame, Lestat! Todos nosotros... Peligro. Ella ha...
Silencio. La conexión, rota.
¡marius!
Algo más, pero demasiado débil. ¡Pese a toda su intensidad, simplemente demasiado débil!
¡marius!
Me encontraba apoyado contra el ventanal, con la mirada fija en la luz matinal cada vez más intensa; los ojos me lloraban y las yemas de los dedos casi me ardían al contacto con el cristal caliente.
Respóndeme: ¿es Akasha? ¿Estás diciéndome que es Akasha, que se trata de ella? ¿Que ha sido ella quien...?
Pero el Sol asomaba ya sobre las montañas. Los rayos letales se derramaban por las laderas avanzando hacia el fondo del valle.
Salí corriendo de la casa y crucé los campos en dirección a las colinas, escudándome los ojos del sol con los brazos.
En cuestión de segundos, alcancé mi oculta cripta subterránea, retiré la losa y descendí los angostos peldaños toscamente tallados. Una vuelta más, y luego otra, y de nuevo estuve en la fría y segura oscuridad, envuelto en el aroma de la tierra. Me tendí en el suelo de barro de la pequeña cámara con el corazón desbocado y temblando de pies a cabeza. ¡Akasha! Esa música tuya puede despertar a los muertos. ¡Un televisor en el santuario! ¡Naturalmente! Marius les había instalado el aparato, y la conexión directa con el satélite. ¡Habían visto los video-clips! ¡Lo supe! ¡Lo supe con la misma certidumbre que si Marius lo hubiera dicho con su propia voz! Había llevado la televisión a la cámara de Los Que Deben Ser Guardados, igual que les había llevado el proyector de películas años y años atrás.
Y ella había despertado, se había levantado. Esa música tuya puede despertar a los muertos. Había vuelto a conseguirlo.
¡Ah!, si pudiera mantener los ojos abiertos, seguir pensando siquiera..., si no estuviera levantándose el sol...
Ella había estado allí, en San Francisco, había estado así de cerca de nosotros, haciendo arder a nuestros enemigos. Extraña, absolutamente extraña, sí.
Pero ajena a la civilización, no. Salvaje no. Ella no era tal cosa. Mi diosa acababa sólo de re-despertar, de alzarse como una esplendorosa mariposa surgiendo de la crisálida. ¿Qué era el mundo para ella? ¿Cómo había llegado hasta nosotros? ¿Cuál era el estado de su mente? Peligro para todos nosotros. ¡No acepté tal cosa! Ella había matado a nuestros enemigos. Había acudido a nosotros.
Pero no pude seguir resistiéndome a la somnolencia y a la pesadez. La pura sensación estaba sofocando cualquier asombro o excitación. Mi cuerpo fue quedando fláccido e impotentemente quieto contra la tierra.
Y entonces sentí una mano cerrándose súbitamente sobre la mía.
Una mano fría como el mármol, e igual de dura.
Mis ojos se abrieron de par en par en la oscuridad. La mano aumentó su presión. Una gran mata de cabello sedoso me rozó el rostro. Un brazo helado me cruzó el pecho.
¡Oh, por favor, querida mía, hermosa mía por favor! Deseé decirlo, pero los ojos se me cerraban de nuevo. Mis labios no se movían. Estaba perdiendo la conciencia. Fuera, el sol había salido.